Hay tantas traducciones como clientes, ámbitos de actividad, entornos culturales o simples estados de ánimo. Los traductores tienen días buenos, y otros en los que no dan con la clave por más que lo intentan. Un día se traduce un contrato de arrendamiento de aeronaves, y a la semana siguiente se traduce el folleto de una exposición de arte contemporáneo.
Traducir es difícil, porque nunca se puede dar nada por sabido. Los traductores no son cirujanos ni fontaneros: en ellos la duda constante es un requisito imprescindible para realizar bien un trabajo creativo. Son inseguros, precavidos y humildes. Acuden al Diccionario, a la consulta por internet, como un estudiante acude al manual de texto para adquirir nuevos conocimientos. Porque, precisamente, en ello consiste su trabajo: aprender cosas nuevas todos los días.
La experiencia aporta seguridad, cierto; pero también enseña a desconfiar de la certeza. Un traductor que no es curioso es un mal traductor. Los años sirven para acumular respuestas, pero las preguntas no terminan nunca. Si acaso, un traductor veterano sabe distinguir lo principal de lo accesorio, ha aprendido a buscar en el sitio adecuado y detecta las trampas que toda traducción esconde. El traductor veterano ha capeado suficientes tormentas como para saber donde hallar refugio.
Nada hay más valioso que la experiencia; y es algo que queremos compartir. La traducción está pasando por momentos difíciles, en los que ha perdido buena parte del prestigio ganado durante años por culpa de empresarios sin escrúpulos que emplean a personas sin cualificación, ofertando unos precios con los que es imposible competir. Es un fenómeno al que se le adivina un breve porvenir: la calidad acabará imponiéndose, como lo ha hecho siempre.
En esta tesitura, queremos ofrecer un ámbito en el que se dignifique la profesión de traductor.
Lo que sigue no tiene precio. Por ello no se cobra:
“Los escritores hacen la literatura nacional y los traductores hacen la literatura universal”