Para traducir es necesario aprender a escribir. A escribir bien. Y en tu propio idioma.
Por obvia, esta afirmación parece absurda; y, sin embargo, esconde una realidad irrefutable: el traductor es, incluso hoy, un artesano de la palabra certera, en un oficio que precisa de muchos años de aprendizaje insoslayable. No hay atajos posibles, ni herramientas informáticas que puedan siquiera emular la experiencia, sensibilidad e intuición de un traductor experimentado.
Y no sólo en la faceta literaria; toda traducción requiere de estas cualidades. Es cierto que hay formularios tipo en los que basta con cambiar nombres y fechas, pero este trabajo ofimático y rutinario es la excepción. El conocimiento cabal del léxico técnico en una patente, la traslación inequívoca de una intención o sensibilidad en una presentación comercial, la asunción precisa de una propuesta en un texto jurídico… son todos requisitos ineludibles si se quiere captar la esencia misma del mensaje y transponerlo con éxito en un idioma y entorno cultural totalmente diferente.
Porque toda traducción siempre es un viaje.
No se puede traducir sin escribir, y por ello el traductor debe validar no tanto su conocimiento del idioma extranjero de origen como un uso correcto del idioma materno, en el que se expresa y sobre el cual cimentará su relato. El traductor debe ser fiel al original, está claro, pero si el manejo del propio idioma es insuficiente estará muy lejos de cumplir con su tarea de trazar puentes seguros y fiables en la frontera entre los dos idiomas.
Aprender a escribir. Hacerlo con rigor y concisión, dotar al texto del ritmo que solo las comas y puntos pueden aportar. Las traducciones se leen, y la lectura, como la música, no se entiende sin pausas. A menudo se descuida el latido interno de la frase, su respiración y su cadencia. En estos tiempos de concisos mensajes de Twitter hemos olvidado las frases subordinadas, la elección afortunada de un adverbio o la riqueza de las figuras retóricas. Y es una verdadera lástima: escribimos como pensamos. Pensamos como escribimos.
Para traducir debemos aprender a escribir, y para ello antes hemos practicado con la lectura. Y la escucha interna. La traducción es también un ejercicio de intromisión paciente.
Google no escucha, no lee conscientemente ni tiene una voz interior. Tampoco Trados. Por eso sus traducciones nunca serán perfectas. Les falta la chispa breve pero intensa de la intuición.
No hay un traductor igual a otro. Todos falibles e imprevisibles. Y todos obligados a ese ejercicio de magia que llamamos escritura. Que nos hace tan humanos.
Antonio Carrillo